Cuando el silencio castiga
- Vero Gonzalez
- 4 sept
- 3 Min. de lectura
Ley del hielo
Desde niña la conozco.
Para mi era normal.
Ni siquiera sabía que era una ley
Únicamente sabía que había silencio.
Nunca hubo peleas, ni gritos ni florerazos.
Únicamente silencio.
Hoy sé que no sucedía sólo en mi casa
Sino que es una herencia familiar...
Cuando había enojo, había silencio.
Cuando decías algo fuera de lugar, había silencio.
Cuando hacías algo que causara vergüenza, había silencio.
Cuando ibas en contra de las reglas, había silencio.
Y no me refiero a guardar silencio para pensar, para reflexionar, para calmarse.
No. Me refiero a ese silencio para castigar, para excluir, para lastimar, para despreciar.
Así varias generaciones... silencio con la pareja, silencio con los hijos, silencio con los hermanos.
Hay muchos tipos de violencia.
Algunos más evidentes que otros.
Y la ley del hielo también es violencia.
Yo crecí en un ambiente donde todo parecía tranquilo porque no había gritos ni peleas.
Pero había silencios. Momentos de mucho silencio.
Silencio para no provocar conflictos, silencio para evitar discusiones, silencio para ignorar.
En mi interior lo vivía como un desierto.
Sentía la tensión, la apatía, la hostilidad e intentaba distraer, hacer reír, conectar, hablar, decir cualquier pendejada con tal de que no hubiera esa sensación de separación, para romper con el silencio, para no sentir la angustia.
Fui testigo del silencio como hija, quizás por eso salí tan rebelde.
A mi papá siempre le cuestioné las cosas, le rebatía otras y defendía mi punto de vista, mi mamá no paraba de decirme: piensa dos veces las cosas antes de hablar.
Ambas situaciones me generaban impotencia y coraje. Sentía que no podía ser libre para expresarme porque siempre causaba conflicto: conflicto en el otro por hablar o conflicto conmigo por callarme.
Muchas veces sigo sintiendo que cada vez que abro la boca, la cago. Cada vez que expreso lo que siento, genero incomodidad o malestar o conflicto, sobre todo con los hombres. Y aunque sé que es un "recuerdo" de mi infancia, el miedo a que me dejen de hablar se sigue activando en mí.
Hoy tuve un visión muy clara sobre lo que ese silencio representa:
Un perro abandonado en la carretera,
corriendo desesperadamente detrás del coche que lo dejó.
Era un perro blanco, tipo labrador.
Su único objetivo era llegar al coche,
avisarle a la familia que lo estaban dejando,
que le abrieran la puerta, que se enteraran que estaba ahí.
Al perro no le importaban los demás coches,
ni el clima, ni el cansancio, ni detenerse.
Su miedo era tan grande que únicamente corría para alcanzar al coche,
a su familia, a las personas que él ama.
Me llegó.
La imagen me llegó al corazón.
Me vi en el perro.
Cuando percibo ese tipo de silencio mi sistema nervioso recuerda lo que sentí de niña.
Y esa niña asustada me posee. Así como aquel perrito, mi niña interior sólo quiere recuperar el contacto y el habla de quién le ha dejado de hablar.
¿Y si me dejan de querer? Pienso...
¿Y si nunca más me vuelven a hablar?
Ya después la adulta toma consciencia y protege a la niña, la saca del trance, pero mientras, la pasa mal. Muy mal. Es algo tan enraizado en la memoria celular, que se activa automáticamente. Me agarra desprevenida y así puedo estar horas o días...sin darme cuenta que la niña Vero asustada ha tomado el control.
Afortunadamente sé de donde viene esta reacción, y con el tiempo me he vuelto más astuta para detenerla, pero creanme, cuando esto pasa, hasta yo me desconozco.
Me pregunto ¿que pasaría, si en vez de correr, el perro se interesara en él mismo?
Que se pusiera a lamer sus patitas, dormir un poco, sostener el miedo y permitir que se transforme... Quizás no necesita salir corriendo despavorido sin rumbo, quizás lo único que necesita es quedarse donde está y no hacer nada. Dejar que su corazón se calme para tener la energía de explorar su nuevo destino.
En fin...
Reflexiones en temporada de eclipses.
Gracias por leer.
Vero Gonzalez
4 de septiembre 2025
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